Por los caminos del cuento | |
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Pagina del Libro "EL JUEVES EN QUE LOS PAVOS VOLARON" de Victorina Bovier.
Por los caminos del cuento | |
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Portada del libro de Elvy Bovier. |
“No debe confundirse la posibilidad de un código general y permanente con la posibilidad de leyes. Tal vez la ‘Poética’ y la ‘Retórica’ de Aristóteles no sean posibles, pero las leyes existen: escribir es, continuamente, descubrirlas o fracasar”, tal lo que sugiere Adolfo Bioy Casares en una parte del prólogo a la Antología de la literatura fantástica. *
Precisamente, los amigos de tan difícil género literario como es el cuento encontrarán en las páginas de este libro de Elvy Bovier no sólo textos de alta calidad sino, además, una óptima aplicación de esas leyes de las que hablan los grandes escritores modernos.
Y al decir ‘aplicación’ no me refiero en exclusividad al respeto incondicional de las mismas: el lector hallará aquí quizás lo más trascendente de conocer y manejar con destreza tales normas: la eventualidad de transgredirlas creativamente. .
Porque convengamos en que respetar a la literatura y sus reglas no significa seguir éstas últimas a rajatabla y con los ojos cerrados. Muy por el contrario: en ocasiones, conocerlas y manejarlas con sabiduría permite romperlas, abrir nuevos portales, experimentar, sacudirnos la modorra, lanzar palabras al aire para regocijo de los tantos lectores ávidos de buenos textos que en el mundo habemos. Palabras que dejarán de pertenecer por enteras al escritor - en este caso, a Elvy - en el mismo instante en que el Otro se apropie de la significación encerrada en ellas.
Escribo y eso es todo. Escribo: doy la mitad del poema, nos enseña don José Emilio Pacheco, enorme poeta mexicano. **
¿Qué es lo que hace recomendable a este libro? En primer lugar, la rigurosidad con que han sido tratadas todas y cada una de las narraciones que encontraremos en su interior. El buen lector se percatará rápidamente de que a estos cuentos es imposible dejarlos a medio camino para retomarlos más tarde, tal la tensión interna y la pertinente unidad que la escritora ha logrado componer en ellos. En segundo, la variedad y diversidad de imaginería desarrollada en una coherencia entre entidad y significado. Y, por sobre todo, lo que Elvy Bovier nos ofrece aquí es la universalidad con que ha sabido dotar a sus quimeras.
Pues ella narra magistralmente algunas anécdotas situadas en nuestra ciudad, en nuestra región, pero no se abroquela allí. Una buena cantidad de estas narraciones suceden en (o refieren a) lejanos lugares del planeta, tan distantes en la temporalidad como puede estarlo hoy la Rusia zarista y la naciente revolución bolchevique. Es así que nos sitúa ante un acontecimiento universal que inicia su acertijo en aquella utópica Villa Viale de nuestra niñez, con sus calles de tierra y sin electricidad, humilde pueblo donde habrá de vivir nada menos que… No ¿Cómo voy a contarles ese estupendo secreto, esa vuelta de tuerca que nos proporciona la narrativa de Elvy?
Se preguntarán, entonces, si estamos ante textos ajenos a nosotros, a los entrerrianos. Caramba… tan ajenos como foráneos pueden resultarnos el Parque Urquiza o la Isla Puente. Porque hay sucesos, de los que nadie ha hablado hasta ahora, que ocurren en estos dos sitios y que sólo una escritora consustanciada con sus misterios puede develar, acercándonos sus fantasmagorías a través de brillantes pinceladas literarias.
He tenido el agrado y el privilegio de participar, aunque más no sea lateralmente, del nacimiento y desarrollo de este libro. He seguido su crecimiento y degustado el manejo de los sucesos construidos sin apuro, con cuidado y mucho amor. Año con año sus narraciones fueron sumándole adultez a la inocencia, y el resultado de esa espera creativa es perfectamente visible dentro de estas páginas.
Creo que, merced a la disparidad de los hechos, expuestos con habilidosa soltura, el lector encontrará y disfrutará de un exquisito compendio literario; con frutos que lo harán reír, sonreír y, tal vez, dolerse de algunas escenas dramáticas, imaginadas y desarrolladas con maestría por Elvy Bovier.
Ernesto A. Bavio
Marzo de 2010 - Paraná – ER -
NOTAS
* Sexta. Edic. Bs. Aires, Editorial Panamericana, 1980
** Los trabajos del mar, México DF, Ediciones Era, 1983
¡¡Langostas!!... gritó papá, corriendo hacia el galpón donde dormían su siesta los peones. Yo, que por ese tiempo tenía seis años y había escuchado lo tremendo que sería si alguna vez llegaran las langostas, creí enloquecer de espanto.
Mamá iba de un lado a otro, llamándonos a mí y a mis hermanos a todo grito, como si nos hubiéramos ido muy lejos, aunque en realidad estábamos prendidos a su vestido.
Sin saber hacia dónde mirar, ya que todos se desplazaban en distintas direcciones, sólo atiné a dejarme arrastrar en la desorientada carrera de mamá, sin un propósito cierto. Mis hermanos más pequeños, aterrados por la inusual situación, lloraban desconsolados.
De pronto las vi. Una mancha negra en el cielo, que se agrandaba por segundos y venía en dirección a nuestro campo. Papá y los peones, que gritaban y maldecían, caminaban decididos hacia ellas, enfrentándolas. Prendían fogatas para provocar humo e iban armados con tachos y fuentones de aluminio a modo de tambores; éstos, al ser golpeados, provocaban un ruido atronador.
El cielo oscureció y aquélla nube informe fue fracturándose en millones de voraces insectos que, bajando hacia nuestros sembrados, los arrasaron sin piedad.
A mi madre la perdí de vista al internarse en una de las chacras, en socorro de dos terneros recién nacidos que no lograban defenderse solos en tal infierno.
Como esto continuó durante toda la tarde hasta entrada la noche y ocupados todos en la feroz batalla, nadie pareció recordar que debíamos tener hambre.
Y entonces, tras asumir la responsabilidad que me cabía como hermano mayor, fui a la cocina con la intención de preparar galletas enmantecadas para mí y mis hermanos. Coloqué una silla contra la alacena de la esquina, estiré mi brazo lo más que pude y llegué a tocar el tarro que las contenía. Con la punta de mis dedos intenté acercarlo hasta el borde mismo del estante y, casi lográndolo, percibí un murmullo desconocido que me llevó a mirar hacia arriba. Cientos de langostas, encaramadas unas sobre otras como en un gran enjambre, bullían muy cerca de mi cabeza. Era evidente que habían permanecido prendidas al techo hasta el momento en que tuve la mala idea de fastidiarlas. Un estremecimiento me recorrió el cuerpo haciéndome perder el equilibrio. Al caer, mi cabeza golpeó contra un desnivel del piso. Ya en el suelo, no obstante el agudo dolor, alcancé a ver cómo bajaban voraces hacia los bizcochos dispersos. Cerré mis ojos. Mucho más fuerte que el miedo fue la sensación de desconsuelo y necesidad de abrazo. Y luego, por más esfuerzos que hice para mirar en derredor, me mantuve con los ojos apretados, aislado del mundo, sin escuchar los reclamos, órdenes o súplicas de los que me rodeaban.
En los primeros años que siguieron a esa noche, aunque sin poder ver ni hablar, sentía en el rostro la humedad de mi almohada empapada en lágrimas y muchas ganas de refugiarme en la cama grande en medio de papá y mamá.
El terror de volver a sentirlas allí, al lado mío, cubriéndome, tiritantes, ávidas, metiéndose entre mi ropa en busca de algo para engullir, hizo que perdiera interés en retornar a ese mundo que, de pronto, había dejado de brindarme la seguridad que necesitaba. Me fui sumergiendo poco a poco en un espacio desconocido donde el penetrante dolor de cabeza parecía intensificarse. Pasado un tiempo (¿cuánto?), dejé también de escucharlas. Cerré mis oídos a todos los ruidos de la casa, sólo con la conciencia de que cada tanto alguien me lavaba o acomodaba dándome vuelta, sin que yo abandonara mi posición fetal.
Luego, entré en la oscuridad y las tinieblas.
Así, huésped en un mundo de sombras y de silencios, me hundí en una especie de vida vegetativa aunque distinguía los disímiles sentimientos que despertaba entre los que me cuidaban: dolor, compasión y al final, mucho tiempo después –al morir mis padres y partir mis hermanos- el fastidio y renuncia a mi suerte.
Fue entonces que se me recluyó en el galpón mas alejado de la casa.
Hoy tengo una sensación nueva, como si acabara de regresar de muy lejos. Abro mis ojos por fin después de tanto tiempo y miro mi cuerpo sin reconocerlo. Las manos... ¡Dios! ¿Dónde he estado durante todos estos años? Sin embargo, esta habitación, estos muebles… quizás nunca dejaron de estar aquí, en este espacio tan familiar a la vez que agobiante, así como las paredes con manchas de humedad que, al mirarlas, no me resultan extrañas.
Pronto llegará alguien a traerme comida y a limpiarme, pero ese alguien... ¿quién es? Sólo soy conciente de su paso fugaz.
Con temor, intento mover mis piernas. Me arrastro fuera de mi cama, enderezo la espalda arqueada, comienzo a incorporarme. Voy impulsándome hasta la ventana y la abro. Tengo la sensación de efectuar movimientos repetitivos, como si ya los hubiera realizado en alguna otra ocasión.
Afuera hay sol y todo está muy verde. Alcanzo a divisar la estancia con galerías pintadas de azul y enredaderas que trepan cargadas de flores; los que deambulan por sus patios nada tienen que ver con los afectos niños que un día dejé.
Quisiera desandar el tiempo y reencontrarme con tantas voces extraviadas y rostros queridos de aquellos que alguna vez me amaron.
Mi razón empieza a comprender que la única forma de hacerlo es regresar al día en que las langostas devastaron los campos de mi padre. Ruego que la pesadilla se reitere y borre este presente de mi memoria, este presente adulto que he vislumbrado desde mi impotencia vegetal y no me interesa vivir.
Conservo la esperanza de que el milagro acontezca en mi próximo despertar.
Cierro la ventana, corro las cortinas y vuelvo a dormirme.
Ignoro cuánto tiempo ha pasado desde aquella vez en que, al mirar por las ventanas, vi que la primavera se derramaba en colores brillantes. No me animo a abrir los ojos. Siento que alguien acaricia mi rostro y aprieta mis manos que están frías como el hielo. Escucho a lo lejos la voz de mi padre ordenando no sé que cosa. Creo que, a los gritos, pide ayuda. ¿Ayuda para quién y para qué? Ya estoy casi despierto y el barullo que escucho es caótico. Y ahora sí las veo, nuevamente mirándome, pegadas al techo de la cocina. De pronto recuerdo todo, me estremezco e intento incorporarme. Mis hermanos menores me observan entre serios y divertidos.
- Llevás como una hora durmiendo tirado en ese piso frío – dice mi madre – Levantate y ayudanos, aunque sea cuidando a los chicos. Capaz que ni te enteraste que se vino la manga y nos dejó pelado el campo.
Me acerco a una ventana buscando encontrar ese galpón donde me recluyeron. Lo veo, alejado de la casa, con la ventana abierta de par en par.
Distingo a alguien que se me parece. Asomado, me saluda con la mano.
Yo también lo saludo.